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El activista francés ataca la adicción al consumo de la sociedad occidental y propone una serie de medidas para frenarla
En los últimos años, el francés Serge Latouche se ha convertido en el portavoz y el referente más conocido de la filosofía del decrecimiento, una crítica constructiva al paradigma imperante de crecimiento ilimitado. Escritor, articulista y activista de la simplicidad, Serge Latouche ha visitado recientemente España y ha dedicado unos minutos de su apretada agenda a Integral.
El movimiento del decrecimiento que representa nació a finales de los años 70 de la mano de pensadores críticos con el desarrollo y la sociedad de consumo como Iván Illich, André Gorz, Cornelius Castoriadus o François Partant, pero es hoy cuando sobresale más que nunca como un proyecto social, económico y político frente a la sociedad del perpetuo crecimiento. Y ello es así porque son muchas las razones que en el momento actual cuestionan la lógica del crecimiento económico. Por un lado, padecemos una crisis de diversa índole (económica, financiera, ecológica, social, cultural…) y, por otro, el aumento de nuestra renta per cápita en los últimos decenios ha corrido paralelo a una aparente disminución de nuestro grado de satisfacción vital. Por poner un ejemplo, sólo en 2005 los franceses adquirieron 41 millones de cajas de antidepresivos, mientras que el 49% de los norteamericanos aseguraba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26% que consideraba lo contrario.
Existen razones suficientes, por lo tanto, para revisar de manera profunda el actual modelo de progreso y ver si revierte en justicia y en dicha para todos. Eso es, esencialmente, lo que propone Latouche a través del movimiento del decrecimiento. “Es un eslogan provocador –puntualiza el economista– que aglutina a los ateos de la religión del crecimiento y a los agnósticos del progreso con el objetivo de romper el lenguaje estereotipado de los adictos al productivismo.”
El punto de partida es el siguiente: las sociedades occidentales se han hecho adictas al crecimiento y la capacidad regeneradora de la Tierra ya no puede atender nuestra demanda. El mejor indicador para calibrar esta desproporción es la huella ecológica, que mide la superficie del planeta necesaria para mantener las actividades económicas. Dada la actual población de la Tierra, para ser sostenibles se considera que cada uno de nosotros debería limitarse a consumir 1,8 hectáreas de ese espacio bioproductivo. Sin embargo, para sostener nuestro actual nivel de vida, los españoles, por ejemplo, necesitamos cinco hectáreas por persona y año. Si todos los habitantes del planeta vivieran como nosotros, harían falta tres planetas, y seis, si tomáramos como referente el modelo de vida de Estados Unidos. La mayor parte de los países africanos, por el contrario, consumen menos de 0,2 hectáreas de espacio bioproductivo, una décima parte del planeta.
Ésta es la advertencia que lanza Serge Latouche: “Si de aquí a 2050 no modificamos esta trayectoria, la deuda ecológica corresponderá a 34 años de productividad, o a 34 planetas.”
Gastar con sentido común
Para reducir la huella de nuestros excesos, los defensores del enfoque decreciente abogan por producir y consumir de una manera distinta. Frente al temor de sus detractores, que se echan las manos a la cabeza porque creen que decrecer significa retroceder a la Edad de Piedra o a la Edad Media, Latouche responde: “Para Europa, y para España en concreto, volver a la impronta ecológica de los años 70 no significa regresar a las cavernas. En los 70 comíamos igual o incluso mejor que hoy. Ahora consumimos tres veces más petróleo y energía para producir las mismas cosas que entonces. La diferencia es que el yogur de hoy, por ejemplo, no tiene nada que ver con el yogur que consumíamos hace 30 años. El de antes se hacía con la vaca del vecino y el de ahora lleva 9.000 kilómetros detrás. Sin contar que pagamos por otros servicios incorporados, como el embalaje y el envasado. La clave está en producir y consumir a nivel local, además, claro, de limitar la tendencia actual al hiperconsumo.”
Sin embargo, recortar nuestro consumo no es la receta que gobiernos y empresarios insisten en prescribirnos. “Nuestros gobiernos –señala Latouche– están cerca de la esquizofrenia porque saben perfectamente que el sistema camina hacia el colapso. El síntoma más evidente es el cambio climático, pero también la extinción acelerada de especies, la propagación de enfermedades relacionadas con la contaminación y el declive que a la larga comportará el fin del petróleo. El problema es que los políticos no han sido elegidos para cambiar el sistema. El poder no les pertenece a ellos, sino a las grandes empresas transnacionales que actúan como los traficantes de la droga alimentando nuestra adicción al consumo para perpetuar así la lógica del sistema. No son capaces de imaginar otro modo de vida. El crecimiento negativo que vivimos es dramático, pero hay que relativizarlo. Recibimos mucha propaganda mediática con el fin de volver a comenzar y repetir los mismos errores. Berlusconi, por ejemplo, ha llegado a expresar que debemos renunciar a Kioto para relanzar la industria automovilística. Está claro que hay que frenar el desempleo, pero el primer paso en la lógica del decrecimiento sería reducir el tiempo de trabajo.”
En efecto, compartir el trabajo y aumentar los placeres es una de las claves en la receta del decrecimiento. Sus pensadores advierten de que no se trata de desmantelar el sistema de un plumazo, sino de iniciar un proceso de transición para reducir ciertos sectores industriales –automovilístico, militar, aviación y construcción–, revisar la durabilidad de los productos, fragmentar el espacio monetario, relocalizar la producción, disminuir en dos tercios nuestro consumo de recursos naturales y generar más empleo verde, entre otros cambios posibles. Trabajar menos y de otra manera puede significar, desde la óptica decreciente, reapropiarnos del tiempo, reavivar el gusto por el ocio, recuperar la abundancia perdida de sociedades anteriores y permitir el florecimiento de los ciudadanos en la vida política, privada y artística, así como en el juego o la contemplación. “Lo que es absurdo es pedirle a un trabajador que hace 60 horas semanales que se lea los 600 folios del futuro Tratado Europeo. ¡Eso es una caricatura de la democracia!”, ironiza Latouche.
Menos es más
Otra parodia es el concepto de crecimiento o desarrollo sostenible que ha centrado el discurso ambientalista de los últimos 20 años. “Es significativa la ausencia de verdadera crítica a la sociedad de crecimiento en la mayoría de los discursos medioambientalistas, que se van por las ramas con planteamientos sinuosos sobre el desarrollo sostenible. Éste ha encontrado su instrumento favorito en los mecanismos de desarrollo limpio, tecnologías que ahorran energía o carbono bajo forma de ecoeficiencia, pero seguimos en el campo de la diplomacia verbal porque el desarrollo sostenible, en el fondo, no pone en duda la lógica suicida del desarrollo. El ecocrecimiento –asegura Latouche– es objetivo del nuevo capitalismo verde, del márketing y de lo mediático.”
El decrecimiento, por el contrario, se plantea como un cambio profundo de paradigma y como una modificación de las instituciones que lo conforman a favor de una solución razonable: la democracia ecológica. Ya trabajan para ello numerosos grupos locales que se autogestionan para decrecer en toda Europa y también nuevas iniciativas que se proyectan en la misma línea.
“Si yo decido reducir mi consumo de petróleo, pero mi vecino no hace lo mismo, el resultado que produciré es que él tenga más petróleo para consumir, pero no habrá un cambio sustancial importante a nivel global. Por ello –sugiere Latouche–, son mejores las iniciativas colectivas, como los grupos de familia que se organizan para que la huella ecológica del colectivo disminuya. Este tipo de experiencias son mucho más interesantes.”
Una de las propuestas más novedosas es la que se engloba bajo el movimiento de Ciudades en Transición, que ha empezado en Inglaterra e Irlanda y que utiliza el concepto de “resistencia” para valorar la capacidad de un grupo o de un sistema para resistir los cambios en su entorno, tales como el declive del petróleo o el aumento de la temperatura. En opinión del economista, “se trata de reabrir el espacio para la inventiva y la creatividad dependiendo de los valores y de los objetivos de cada sociedad. El decrecimiento es un sueño de hoy, pero hay que trabajar para convertirlo en realidad mañana”.
Los pilares del decrecimiento
Es necesario hacer frente a la desmesura del sistema, que se podría traducir en la raíz “hiper-” de “hiperactividad”, “hiperdesarrollo”, “hiperproducción”, “hiperabundancia”… Para conseguirlo, el movimiento del decrecimiento propone aplicar las ocho “R”:
Revaluar. Sustituir los valores dominantes por otros más beneficiosos. Por ejemplo, altruismo frente a egoísmo, cooperación frente a competencia, goce frente a obsesión por el trabajo, humanismo frente a consumismo ilimitado, local frente a global, etc.
Reconceptualizar. Significa mirar el mundo de otra manera y, por lo tanto, otra forma de interpretar la realidad, que pasaría por redefinir conceptos como los de riqueza-pobreza o escasez-abundancia.
Reestructurar: Adaptar el aparato de producción y las relaciones sociales en función de la nueva escala de valores.
Relocalizar: Producir localmente los bienes esenciales para satisfacer todas nuestras necesidades.
Redistribuir: Implicaría, básicamente, un reparto distinto de la riqueza.
Reducir: Hacer lo posible para disminuir el impacto que tienen en la biosfera nuestras maneras de producir y consumir, además de limitar los horarios de trabajo y el turismo de masas.
Reutilizar y Reciclar: La mejor forma de frenar el despilfarro y alargar el tiempo de vida de los productos.
Por Esther Mira
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